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¿De qué hablamos cuando hablamos de amor? Un comentario sobre Birdman

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En el famoso cuento de Raymond Carver “¿De qué hablamos cuando hablamos de amor?” dos parejas beben ginebra y discuten qué es realmente el amor. Mel, uno de ellos, cuenta la historia del primer marido de Terri –su actual esposa–, quien perdió la cabeza e intentó matarla a ella antes de suicidarse. Para Terri, esto es una prueba de que la quería de verdad, para Mel es pura locura. La discusión continua y Mel, muy borracho ya, termina diciendo cuánto odia a su primera esposa y cómo le gustaría matarla con un panal de abejas. Los lectores, que recibimos la historia de parte de un narrador que no sólo se fija en lo que Mel dice sino también en sus gestos, entendemos lo que el personaje todavía no alcanza a ver (lo que llaman una ironía dramática), a saber, que todavía ama a su primera esposa.

Birdman (2014) de Alejandro González Iñárritu nos presenta a Riggan Thompson (Michael Keaton), un actor que alguna vez fue famoso en Hollywood por interpretar al superhéroe Birdman antes de caer en el olvido y que ahora –años después– está en Broadway tratando no sólo de revivir su carrera sino de hacer algo “real” algo “significativo”: adaptar el libro De qué hablamos cuando hablamos de amor de Raymond Carver para una puesta en escena. La trama nos sitúa en la tensión de los últimos previews (ensayos con público) antes del estreno, tensión que se complicará aún más con la llegada de última hora del actor Mike Shiner (Edward Norton), quien antagonizará a Thompson hasta el punto de poner en riesgo la obra misma.

La obra se ha vuelto una obsesión para Thompson, pues en ella ha (mal)colocado el objeto de su deseo, ser amado. Como el personaje de Carver, lo que Thompson dice que quiere –respeto, reconocimiento– y lo que entendemos en la búsqueda desesperada de esto que quiere, no coinciden del todo. De ahí que su búsqueda por hacer una obra de arte verdadera, una obra que lo redima como algo más que un ex actor de películas de superhéroes, sea asaltada constantemente por la apariencia, por la pretensión y por las expectativas de los demás. Es, así, un personaje atrapado en distintos niveles: en su pasado, en las casillas donde lo ha puesto el público y en la obsesión por probarse como un “verdadero” artista ante los ojos del mundo, por mencionar algunos ejemplos. En esta dinámica entre lo que uno es y lo que uno quiere ser, entre lo que uno se cree y lo que los demás creen de uno, hay un guiño a la idea del alter-ego del superhéroe –y, en efecto, Riggan escucha una voz batmanesca que le dice “la verdad”–, pero también a la del actor que termina volviéndose su personaje (Riggan) o, en todo caso, un personaje (Mike) y también a la del creador narcisista y pretencioso que busca definirse a sí mismo ante los otros por medio de una obra artística. Birdman hace un juego de todos estos guiños y del intercambio constate entre apariencia y realidad, ficción y mundo, verdad y mentira. “Truth is always interesting” dice uno ellos y, en efecto, Thompson y otros personajes se la pasan dando vueltas alrededor de lo que creen que es verdad o de lo creen que quieren de verdad o de quienes creen que son de verdad, mientras que la realidad se asoma atrás de ellos en silencio, como una sombra que sólo los espectadores ven.

La película acompaña esta dinámica en su desdoblamiento constante e irónico, en su cargada autorreferencialidad, como si estuviera burlándose de los personajes mismos. A través del uso del plano secuencia de Emmanuel Lubezki, los espacios se transforman con el avanzar mismo de la cámara y los escenarios de ficción (el teatro) y el “mundo” se confunden en su intercambio continuo. La música –en su mayor parte una batería de Antonio Sánchez–, se antoja una respuesta o un comentario irónico al movimiento de los cuerpos, a sus estados de ánimo. Los cuerpos mismos, por su parte, también se transforman por medio del disfraz –los peluquines y la ropa–, de la máscara –otro guiño al superhéroe– y del accidente. Con ello, las identidades se vuelven intercambiables: entre Riggan y Mike se establece una dinámica tipo Fight Club pero al absurdo, un doble maldito con el que cambia líneas y papeles y que lo conduce al abismo; mientras tanto, Riggan y su ex-esposa tienen una historia extrañamente similar a la de los personajes de Carver que ahora interpreta el primero, y el pasado heroico de Thompson se cierne como una pesadilla sobre el patetismo actual de este personaje.
Y, por supuesto, la ficción se confunde con la realidad. Los personajes pasan de los diálogos de la obra que representan en escena a la realidad de una palabra a otra, y a menudo lo que dicen en el plano de la ficción se acerca más a la verdad de sus vidas que lo que dicen afuera, en donde actúan por amabilidad, conveniencia o convención. Ahí radica parte del humor irónico y absurdo de la trama, que avanza a base de tropiezos, equivocaciones, mentiras y exabruptos. Y, mientras todo esto sucede, la parodia del cine en general y del cine de superhéroes en particular –presente desde el tecleo inicial del título– se va apropiando poco a poco de la película entera hasta absorber por completo la realidad del protagonista.

Tanta parodia, a decir verdad, que suena a homenaje. Elogio y burla a la vez, dos caras de la misma moneda, como decía Claudio Magris. Tantas citas, tantas referencias, tantos guiños convierten a Birdman en un enorme elogio de la ficción como tal, de Carver a Batman pasando por Godard y más. Pero también una burla: a sus personajes que no ven que lo que quieren no es lo que están buscando, a los espectadores que toman la ficción como realidad, a los actores que terminan por convertirse en personajes, a los creadores que en la busca una obra original caen en las definiciones y expectativas de otros… Y, sin embargo, no se trata de una burla mordaz, la de Birdman. Es más bien una burla tierna, un poco melancólica, la burla propia de alguien que voltea a ver a sus personajes con los ojos de quien ya estuvo ahí y apenas ahora puede empezar a reírse de todo el asunto.

Fuente: Nexos

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