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Dalí soñó con Acapulco

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En un lugar así, nadie podría aburrirse.

Para acceder, los visitantes tendrían que subir unas escaleras que circularían alrededor de un nautilus gigante, que a la vez formaban el tracto digestivo del animal.

La diversión sería en las entrañas de un erizo de mar con patas de mosca a 15 metros del suelo.

De la decoración, destacaba el rojo de los asientos, que respirarían como si estuvieran vivos.

Los ceniceros descansarían sobre los caparazones de las tortugas que circularían libremente por el club.

En el baño, los espejos contendrían hormigas vivas que caminarían por dentro, y los lavabos tendrían forma de un rostro barbado, de cuya lengua se despediría perfume.

Y si fuera su día de suerte, a los visitantes les tocaría presenciar cuando un grupo de jirafas jalara el erizo, como si fuera un carruaje, hacia el mar, lanzando fuego por sus lomos de piedra, hasta sumergir sus largas patas dentro del agua y dejar al bar flotando.

Si lo quisieran, podrían nadar en las aguas del Pacífico mexicano: Acapulco.

Era todo como en un sueño que tenía la firma de Salvador Dalí.
***
La oportunidad para crear una fórmula contra el aburrimiento le llegó a Dalí en 1957.

El Dalínait, o Dalínoche, como lo llamó, fue un proyecto de club nocturno que diseñó para la playa de El Presidente, en Acapulco.

El 2 de marzo de ese año, una horda de reporteros de todo el mundo se dio cita en el hotel St. Regis de Nueva York, en donde Dalí acostumbraba hospedarse.

Los dueños del St. Regis, César Balsa y Javier Arias, anunciaban la comisión del genio de Figueras para el hotel acapulqueño, también de su propiedad, que abriría a finales de 1957.



Las notas de prensa destacaban las ideas que tenía en mente el surrealista.

El artista se refugiaba en una teoría según la cual el mundo se dividía en tres secciones, tomando como punto de partida las Pirámides de Egipto.

Había una línea tecnológica que imperaba en el planeta y que pasaba por Nueva York, una línea mística, que atravesaba su ciudad natal, Figueras, y una línea del divertimento y el placer, que tenía su centro en Acapulco.

Podría pensarse que Dalí conocía Acapulco, pero no.

Su relación con el puerto inició al conocer al catalán, como él, César Balsa Carralero, un empresario del ramo turístico que había comprado el St. Regis de Nueva York.

Balsa Carralero llegó a vivir a México en los años 40, y rápidamente dio frutos una carrera en la que se inició desde los 13 años. Fue fundador de restaurantes, clubes nocturnos y hoteles íconos, entre ellos también el María Isabel y el Del Prado.

El Centro de Estudios Dalinianos de la Fundación Gala y Salvador Dalí develó información sobre el proyecto, que constituye el único contacto que el surrealista tuvo con México, pues en sus archivos tampoco existen registros de una posible visita al País.

"Dalí nunca vino a México. Todo lo que sabía era por mi papá", dice César Balsa Cruz, hijo del empresario.

Balsa Cruz cree que el hecho de ser paisanos y coincidir en Nueva York, al menos una vez al año, los acercó.

Acapulco gozaba entonces de sus años dorados como el escaparate mexicano de ensueño.

La idea descabellada del erizo de mar andante de Acapulco ocupó por varios años a los periodistas de varios países, hasta que todo se disipó.

Los dibujos del proyecto los conservó Balsa Carralero en su casa, hasta que murió, en 2007.

"Me acuerdo de toda mi infancia haber visto estos cuadros colgados en la casa de mi papá, y me hablaba del proyecto, pero siempre como algo muy anecdótico", recuerda su hijo.
Luego los herederos subastaron los dibujos en Sotheby's.

Dalí estaba seguro que su remedio para el aburrimiento sería la octava maravilla del mundo, pero todo terminaba como en un sueño.

Tal como había comenzado.
 

Tomado de LOURDES ZAMBRANO http://www.am.com.mx/notareforma/63109

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